Para tener una perspectiva bíblica del actual
conflicto entre Israel y Palestina debemos considerar tres aspectos distintos
de esta cuestión, pero que están profundamente relacionados entre sí: 1) el
propósito de la existencia de Israel como nación; 2) la promesa de la tierra y
su significado; y 3) la identidad de los verdaderos recipientes de la promesa
dada por Dios en Su pacto con Abraham.
El
propósito de la existencia de Israel como nación
Podemos ubicar el origen de la nación de
Israel en el llamamiento de Abraham, en Gn. 12:1-3: “Pero Jehová había dicho a
Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la
tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y
engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y
a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de
la tierra”.
Dios llamó a Abraham a salir de su tierra y
de su parentela, a una tierra en ese momento desconocida para él, y en ese
llamamiento le promete, entre otras cosas, hacer de él una gran nación y por
medio de él bendecir a todas las familias de la tierra. Así que desde el
principio era obvio que la formación de Israel no era un fin en sí mismo. Esta
nación habría de ser un instrumento clave en las manos de Dios para llevar a
cabo Su plan de redención para todos los hombres sin distinción de raza.
En Gn. 3:15 Dios prometió enviar a un
Salvador, nacido de mujer (es decir a un ser humano), que habría de redimir al
hombre del pecado y que habría de revertir los efectos de la caída. Es en
cumplimiento de esa promesa que el Señor escoge a Abraham y entra en pacto con
él y le promete como parte de ese pacto la tierra de Canaán por heredad
perpetua (comp. Gn. 15).
Ahora bien, ¿por qué Dios prometió
específicamente esa tierra y no otra? Porque la tierra de Canaán ocupaba un
lugar estratégico en esa región, como una especie de puente estrecho que
conectaba África, Europa y Asia. En Ez. 5:5 Dios dice de Jerusalén: “La puse en
medio de las naciones y de las tierras alrededor de ellas”. Esa no fue una
elección antojadiza. Israel era el paso obligado entre el norte y el sur; lo
que permitiría a las naciones entrar en contacto con esta nación gobernada por
Dios mismo y poder conocer así al Dios de Israel (comp. Ex. 19:5-6).
Por cuanto toda la tierra es del Señor, Dios
escoge a Israel, le revela Su voluntad y lo coloca en ese lugar para cumplir
así Sus propósitos redentores para con toda la humanidad (comp. Deut. 4:5-8).
De manera que la tierra de Israel era un lugar estratégico para el cumplimiento
de los planes redentores de Dios para con todas las familias de la tierra, pero
al mismo tiempo simbolizaba las bendiciones de Dios prometidas a Su pueblo en
el contexto de Sus propósitos redentores.
La promesa de la tierra y su significado
En el antiguo pacto el Señor hizo uso de
muchos tipos y figuras con el propósito de enseñar a Su pueblo algunas verdades
espirituales. Esos tipos y figuras no eran un fin en sí mismos; es por esa
razón que al hacerse realidad aquello que esas cosas prefiguraban, las figuras
mismas perdieron su razón de ser.
Por ejemplo, todo el sistema de sacrificios y
rituales que los judíos practicaban en el AT, no eran más que figuras de la
obra de redención que el Mesías habría de llevar a cabo con el sacrificio de Sí
mismo. Es por eso que todos esos rituales y sacrificios fueron descontinuados
cuando Cristo muere en la cruz.
Pues de la misma manera, la tierra prometida
en el antiguo pacto al pueblo de Israel prefiguraba bendiciones más amplias
para el pueblo de Dios; miraba hacia una realidad más gloriosa que a una simple
franja de tierra en Medio Oriente. Esa tierra simbolizaba el paraíso que
perdieron nuestros padres en la caída y que Cristo vino a recobrar a través de
Su obra de redención.
Noten lo que dice el autor de la carta a los
Hebreos acerca de Abraham, en He. 11:8-10: “Por la fe Abraham, siendo
llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia;
y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra
prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob,
coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene
fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”.
Abraham no veía la posesión de esa franja de
tierra en Canaán como el objeto primario de la promesa divina, sino lo que esa
tierra prefiguraba. No sabemos qué tanto pudo haber entendido Abraham con la
luz que tenía, pero la promesa central del pacto que Dios hizo con él era una
nueva tierra en la cual mora la justicia y de la cual la tierra de Canaán no
era más que un tipo o figura (comp. Sal. 37:3, 8-9, 11, 22, 29, 34).
Cuando llegamos al NT vemos claramente las
implicaciones de esta promesa de Dios. El Señor dice a Sus discípulos en las
bienaventuranzas, en Mt. 5:5, que los mansos heredarán la tierra, en una clara
referencia al Salmo 37. Y hablando acerca de la promesa que Dios le hizo a
Abraham, Pablo dice en Rom. 4:13: “Porque no por la ley fue dada a Abraham o a
su descendencia la promesa de que sería heredero del mundo, sino por la
justicia de la fe”. No heredero de una franja de tierra en Medio Oriente, sino
heredero del mundo. A través de la obra de Cristo, el paraíso perdido vendrá a
ser el paraíso recobrado (comp. Rom. 8:19-21).
Esta promesa no es para los descendientes
físicos de Abraham, los judíos, sino para todos aquellos que por la fe en
Cristo han venido a ser herederos de esa promesa, como veremos más ampliamente
en nuestro próximo artículo.
© Por su hermano
en Cristo Luis Rodríguez. Débil
es la razón sino se llega a comprender que hay un Dios que la
sobrepasa. . Usted puede reproducir y distribuir este material,
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